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EL FESTEJO DE VIEJAS COMADRES

   
     Fue en aquel viaje de regreso a San Luis Potosí, en mi querido México, durante la celebración del Día de los Muertos, que pude al fin reencontrarme con mis viejas comadres después de casi cincuenta años. Me vinieron las cuates toditas cadavéricas a buscar al aeropuerto, arrastrando un aire festivo que contagiaba a todo el mundo, y yo, sintiéndome partícipe de la fiesta, me dejé llevar así nomás, sin máscara ni nada.



     —Doña ¿Me da una calaverita?—Nos decían los chamacos a nuestro paso reclamando sus golosinas, arrastrados por el frenesí de las comparsas, donde algunas imágenes grotescas, y el estallido de las tracas de petardos, despertaron en mi recuerdo momentos de miedo que habían permanecido dormidos por tantos años; tantos como toda una vida intentando olvidar gritos, caras de espanto, disparos...


    Fuimos recorriendo las calles que bullían en procesiones, como ríos de difuntos que daban a parar al camposanto invadido por una algarabía y un culto a la muerte a la que ya no estaba acostumbrada, y los colores alegres trajeron a mi memoria retazos de los estampados de nuestras ropas aquel día, tan nítidos, que hubiera jurado que estábamos allí, entre aquel tumulto de hacía casi cincuenta años, todavía. Las cuatro, agarradas de las manos, recorriendo calles llenas de gente hasta que oímos las armas disparando... y nos precipitamos en una carrera hacia no sabíamos dónde, confusas, aterrorizadas, perdidas en la multitud, sorteando cuerpos caídos en el suelo, como fuimos sorteando sepulcros  y esquivando familias casi cincuenta años después, en busca de tres tumbas solitarias donde nadie festejaba. Y una vez ante ellas, soltaron mis comadres los cestos repletos de quesadillas, que me encantan, y panes dulces de muerto, y prendieron llama a los cirios que había alrededor para que pudiera ver sus nombres esculpidos en las lápidas: Asunción, Guadalupe y Eulalia, y la fecha terrible de sus decesos... Se sentaron silenciosas ante mí con sus máscaras y pasamos la noche entre el murmullo de los cánticos y los rezos, rodeadas por el humo de cientos, si no miles, de velas, cuyas llamas, en su inquieto movimiento, proyectaban horribles sombras sobre las tapias y las losas de piedra, como ejército de ánimas al acecho, mientras tratábamos de conciliar entre vivos y muertos, traspasando un umbral difícil e inexplicable que sólo algunos logramos atravesar; y comimos, bebimos y celebramos, con la templanza que da el tiempo que ya ha pasado, que yo sí logré huir aquel día, evitando así formar parte de aquella matanza. 


Ana Tomás García
@anniebuonasera


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